Las doctrinas Sociologistas
Doctrinas Sociologistas |
Escuela Positivista y Kant
La escuela positivista
o sociologista se halla de acuerdo con Kant en lo que concierne a la pretendida
impotencia de la metafísica especulativa y la futilidad de todo esfuerzo
tendiente a fundar una ética sobre
una concepción filosófica del mundo – ya sea
metafísica, ya sea filosofía de la naturaleza – que descifre en la realidad
extra-mental verdades que las ciencias de los fenómenos no alcanzan en modo
alguno.
Pero estos pensadores
se encuentran en reacción contra Kant en el sentido de que no admiten la teoría
del imperativo categórico; están disconformes con el carácter arbitrario del
“tú debes” kantiano, disconformes con las exigencias puramente formales y
apriorísticas de la moral kantiana, disconformes también con el carácter
absolutista de la teoría kantiana: esta teoría – dicen no sin razón – ha
laicizado los mandamientos del Sinaí transfiriendo su origen a la Razón Pura Práctica
o a la Voluntad noumenal del hombre.
Por último, lo que
motiva fundamentalmente la reacción positivista es el hecho de que la moral
kantiana, considerada a principios del siglo XIX como la única filosofía
concebible de la obligación y de las normas absolutas, está enteramente
escindida de la naturaleza y de la consideración del universo, de lo que las
cosas son; y esa escisión, esa división entre el mundo de la moralidad y el
mundo de la naturaleza es el motivo más profundo de la reacción positivista
contra Kant. Las reglas morales aparecen como normas despóticas impuestas a la
vida y a la naturaleza humana en nombre de una voluntad supra-temporal oculta
en el mundo inteligible y de no sé qué ley supratemporal, privada por lo demás
de todo contenido ya que el “tú debes” kantiano no es sino la forma vacía de la
universalidad de la razón pura práctica.
La tragedia del
pensamiento moderno a este respecto ha sido la confusión que se estableció
entre toda moral de carácter “normativo” – digamos mejor de carácter “práctico”
(que aspira a dirigir los actos humanos y justifica la prescripción de reglas
que se imponen a la conciencia de una manera incondicionada) – y ese tipo
extremadamente particular de filosofía moral que es la moral normativa
kantiana. Por el hecho de rechazar la moral kantiana, se han visto llevados a
rechazar toda moral de carácter normativo, toda moral que atribuya o reconozca
a los valores de conducta una significación absoluta, es decir en realidad toda
filosofía propiamente moral o práctica.
La Ciencia de los fenómenos: El rechazo de la ética normativa
La noción de ética
normativa ha sido rechazada junto con la forma típicamente kantiana de la
filosofía moral, en la que el carácter normativo de la moral no solamente
aparece particularmente puesto de relieve, sino que ha sido completamente
falseado y monstruosamente hipertrofiado, puesto que ese carácter normativo
depende, en Kant, de las puras exigencias apriorísticas de la razón,
desvinculada de todo conocimiento racional o experimental de las cosas de la
naturaleza.
En la concepción
positivista, toda moral auténticamente normativa (vale decir, que justifique
reflexivamente los valores y reglas absolutas de la conciencia) es imaginada
como un código arbitrario de leyes que no responde a ninguna exigencia íntima
de la naturaleza del hombre y que es impuesto desde fuera, a priori, sobre la
vida humana, en nombre de las exigencias de un sistema filosófico que
pretendería legislar por sí mismo. Así fue como la reacción sociologista se
desarrolló a fines del siglo XIX, especialmente en Francia. Rechazada toda
moral normativa (tanto en el sentido auténtico implicado por la noción de
filosofía práctica, como en el sentido apócrifo del imperativo categórico), y
no dependiendo ya el conocimiento de las cosas morales de una filosofía
práctica fundada sobre una ciencia filosófica especulativa (filosofía de la
naturaleza y metafísica) ¿qué quedaba entonces para el pensamiento, cuando éste
vuelve su atención a la conducta humana? Quedaba solamente la ciencia, en el
sentido moderno del término, la ciencia de los fenómenos, que correspondía de
alguna manera al esquema positivista, ya fuese al viejo esquema de Augusto
Comte, ya al neopositivismo de la escuela de Viena.
Ética y Ciencias positivas
Ahora bien, está claro
que la ciencia, con sus métodos estadísticos y experimentales, puede analizar
la vida humana y la conducta humana, puede hacernos conocer cómo se comportan
los hombres, pero es incapaz de decir a los hombres cómo están obligados a
comportarse: aquello que, pura y simplemente, deben o no deben hacer. Está
claro que la ciencia se ocupa, por naturaleza, únicamente con los hechos, o con
los valores morales considerados como hechos, como materia de observación. La
ciencia tiene, en este orden, que describir los valores morales, observar y
clasificar los diversos sistemas de valores puestos en juego por los hombres,
pero no puede ocuparse (y ello por su misma estructura noética) con los valores
como valores. Los juicios de
valor que afirman que tal acción es buena o mala, de manera tal
que estoy obligado, en conciencia, a hacerla o a abstenerme de ella – en otros
términos, los juicios de valor incondicionados – no son asunto que competa a la
ciencia.
Por lo demás ¿de qué
ciencia podría tratarse, cuando la materia por conocer es la conducta humana?
Ante todo, de la ciencia de los grupos humanos, de los fenómenos sociales, es
decir de la sociología. Ahí es posible estudiar las leyes, las reglas, los
valores de una manera objetiva y como encarnados en los hábitos sociales, las
creencias y las sanciones del cuerpo social.
La sociología nos
aporta así una contribución inapreciable por la manera cómo ella estudia la
conducta humana. Y esto no solamente es cierto respecto de la sociología, sino
también de toda ciencia de los fenómenos humanos, de la psicología, por
ejemplo. Y más aún de la etnología. La etnología y la sociología son ciencias
auxiliares de la filosofía moral extremadamente preciosas. Los hechos cuyo
conocimiento ellas nos aportan proporcionan un material indispensable a la
filosofía moral.
Ética: “Ciencia de las Costumbres”, Lévy-Bruhl.
Pero la escuela de que
estoy hablando iba mucho más lejos, y consideraba a la sociología como que
debía sustituir a la ética; esta última debía ser reemplazada por lo que
Lévy-Bruhl llamaba la “ciencia de las costumbres”, es decir la descripción
analítica de las costumbres de los diferentes grupos humanos, sin ningún juicio
absoluto de valor. O aun – si consideramos la manera como conciben las cosas no
ya los filósofos, sino más bien algunos espíritus apresurados por extraer
conclusiones generales de nociones filosóficas vulgarizadas – la sociología
debía no ya sustituir a la ética, sino constituir la verdadera ética, la ética
científica auténtica. En ambos casos, tenemos que habérnoslas con lo que puede
llamarse no ya la sociología, sino el sociologismo.
Se ha creído poder
establecer una concepción del conocimiento de las cosas morales que estaría
desembarazada de todo juicio de valor que haya de formularse como verdadero, y
de toda regla de conducta que haya de proponerse como objetivamente requerida;
en una palabra, de todo carácter normativo; y aun no nos hemos liberado en
nuestras escuelas universitarias de esta concepción.
Es la gran
preocupación de los filósofos que quieren mantenerse en la línea moderna, aun
cuando reconozcan la insuficiencia de la sola sociología, el explicar por qué y
cómo puede haber una ética que, sin embargo, no es normativa, porque si lo
fuera estaría perdido todo el carácter científico que se trata de atribuirle.
Quiéraselo o no, y cualquiera sea la sutileza intelectual de que se eche mano,
no queda entonces otro remedio que tratar de reducir la ética a la sociología.
Intentar explicar por lo exterior la vida moral del hombre y las realidades de
la conciencia, especialmente el sentimiento de la obligación moral, que es
mirado entonces como una pura traducción de las coerciones sociales, de las
solidaridades sociales y de los tabúes sociales en los espíritus individuales,
en cuyo seno esos tabúes se encontrarían sublimados. Los valores morales y las
reglas morales no tienen así validez si no es en relación con una sociedad
determinada, cuyas leyes estructurales y exigencias ‘biológicas’ expresan.
Sociología y sociologismo
Se hace indispensable
establecer una distinción entre la sociología, como ciencia de los fenómenos
sociales, y el sociologismo, como extrapolación de la sociología que confunde a
ésta con una filosofía de la vida moral y hace de ella un sustituto de la
ética.
Debemos tener el mayor
respeto por la sociología, lo mismo que por la etnología, que proporcionan a la
ética datos esenciales, pero debemos considerar al sociologismo como
desprovisto de sentido.
Podemos señalar que
desde el punto de vista metodológico este sociologismo es una doctrina
inconsistente consigo misma, fútil. Pues por una parte pretende explicar cierto
universo de pensamiento y de creencia que desempeña un papel esencial en la
vida humana y en la evolución de la humanidad: valores morales, reglas morales,
preceptos que obligan al hombre en conciencia, obligación moral, etc. Y de
hecho no explica ese conjunto de nociones, de pensamientos y de creencias, sino
que simplemente los suprime. Pues si esas cosas son lo que el sociologismo dice
que son – a saber, una simple transposición de fenómenos sociobiológicos, o
sociopolíticos; privados por hipótesis de toda significación propiamente moral;
una simple transposición, de estos fenómenos en las conciencias individuales –
entonces todas esas cosas no son más que ilusiones.
La Sociología y los tabúes sociales
No existen así valores
morales, ni leyes morales que obliguen en conciencia, ni obligación moral, sino
por modo ilusorio, de suerte que el problema mismo que el sociologismo
pretendía resolver no queda resuelto, sino escamoteado. Simplemente desaparece:
lo que ocurre es que, a decir verdad, el sociologismo jamás se preocupó por
someter a examen el campo objetivo mismo que trataba de explicar, vale decir la
vida moral del hombre; simplemente emprendió la tarea de estudiar y analizar el
campo de los fenómenos sociales, sin analizar ni estudiar el término con el
cual debía comparar ese campo, vale decir el campo de la vida moral. Una vez
que ha reunido un número suficiente de hechos sociológicos o de leyes
sociológicas, el sociologista reduce automáticamente a esos hechos y a esas
leyes el otro término de la comparación, el campo ético, el cual sigue siendo
desconocido para él porque jamás ha comenzado a analizarlo o a escrutarlo por
sí mismo. Es aquí donde puede acusársele de futileza metodológica.
La sociología tiene
razón cuando afirma el hecho de que, a menudo, la raíz de tal o cual juicio de
valor, o de tal regla aceptada de conducta, ha de encontrarse en creencias
actualmente olvidadas, pero que subsisten bajo la forma de tradición imperiosa
o de poderoso sentimiento colectivo. La sociología tiene razón cuando dice que
frecuentemente tal o cual condenación formulada por la conciencia moral de los
hombres no es sino el resultado de la presión social o de las reglas habituales
de la sociedad que han pasado al interior de las costumbres mentales. De una
manera general, podemos decir que el resultado más importante de las
investigaciones sociológicas en el campo moral ha sido el sacar a luz el
inmenso papel desempeñado por los tabúes sociales en el comportamiento moral
del hombre; en otros términos, haber mostrado la existencia y la importancia de
una muy vasta zona de moral socializada.
Donde la teoría sociológica no tiene acceso
Pero el sociologismo
se equivoca cuando afirma que siempre y necesariamente las cosas ocurren así y
la moralidad socializada es el todo de la moralidad humana. Semejante
afirmación es contraria a los hechos. Si observamos las cosas de una manera
leal, vemos que la moralidad socializada es una propiedad de aquellas capas de
la vida moral que son las más superficiales y las más esclerosadas, que son
apenas morales. A medida que descendemos más profundamente en el espesor de la
vida moral, nos encontramos frente a un comportamiento cada vez más
irreductible al esquema sociologista. En la vida de cada día, cada vez que por
motivos de conciencia – para tener una conciencia pura – abandonamos algo que
realmente amamos, cada vez que nos elevamos por encima de todo lo que el mundo
hace y piensa, a fin de tomar una decisión que juzgamos verdaderamente buena,
la experiencia moral nos pone frente a una realidad que es esencialmente
nuestra, que está enraizada en mi libertad personal, de tal suerte que toda
presión exterior solamente tiene poder sobre mí en la medida en que yo quiero
darle ese poder. La experiencia de mi propio universo de decisión y de
responsabilidad, es como una roca contra la cual viene a estrellarse la teoría
sociologista: hecho primero, dato irreductible de la experiencia moral sin el
cual no puede construirse filosofía moral alguna.
Además, el
sociologismo se contradice a sí mismo al pretender explicar por la presión
social y los sentimientos colectivos el sentimiento radical de obligación
moral. Digo que esto es una contradicción interna porque, de hecho, todos los
datos presentados por la sociología presuponen la existencia del sentimiento de
obligación moral, que existe en la conciencia de los individuos previamente a
toda incidencia sociológica. Es precisamente por ello – porque tal sentimiento
existe – que la presión social y los sentimientos colectivos pueden penetrar en
el campo interior de la moralidad, pueden tomar la forma de un deber en la
conciencia individual porque la presión social y los sentimientos colectivos
son por así decirlo captados, asidos por ese dinamismo preexistente de la
obligación moral; entonces pueden introducirse en la conciencia moral
individual, pueden fortificar o infectar esa conciencia moral y ese sentimiento
de obligación moral, confirmarlos, exacerbarlos o desviarlos más o menos, pero
no pueden crear ese sentimiento de obligación moral porque ya lo presuponen.
Por último, el
sociologismo se destruye a sí mismo en cuanto que ninguna sociedad puede vivir
sin una cierta base común de convicciones morales. Y el sociologismo explica
que la validez absoluta de esas convicciones morales no es sino una imagen
ilusoria, que refleja en la conciencia individual las estructuras y las
necesidades históricas del grupo social. Cuando los miembros de las sociedades
humanas hayan sido suficientemente ilustrados como para tomar conciencia de
estas “verdades científicas”, en ese momento se volverán conscientes de la
total relatividad, de la total falta de objetividad racional de toda convicción
moral, de suerte que en ese momento una de las condiciones indispensables requeridas
para la vida social se habrá desvanecido. En otros términos, el sociologismo
habrá destruido su propio objeto.
Algunas renovaciones posibles
En resumen, podemos
decir que el sociologismo no vale nada como sistema pero que, por accidente, la
corriente sociologista ha prestado un servicio a la filosofía moral al
magnificar el papel de la sociología y de la etnología; una filosofía moral
auténtica debe en efecto tener muy en cuenta los datos sociológicos y
etnológicos.
A estas
consideraciones pueden vincularse algunas reflexiones sobre los grandes
desafíos a las ideas recibidas que se dieron en el transcurso del siglo XIX, y
de los cuales ha tratado de sacar partido el espíritu positivista y
anti-metafísico. Me refiero a los tres grandes choques intelectuales que han
sacudido la confianza del hombre en sí mismo, y que en realidad podrían ser
saludables y servir poderosamente a la filosofía moral si supiéramos comprender
las cosas como es debido.
1.
a) El darwinismo, con la
teoría del origen animal del hombre. Semejante choque puede tener un doble
resultado: un resultado ruinoso para la vida moral, que deshumanice al hombre,
si vamos a creer que el hombre no es más que un mono evolucionado; tendremos
entonces la ética materialista de la lucha por la vida.
Pero el mismo choque
puede tener resultado saludable si las cosas se entienden de otra manera, si se
comprende que la materia de que está hecho el hombre es una materia animal,
pero informada por un alma espiritual, de tal suerte que hay continuidad
biológica en el sentido de las ciencias fenoménicas entre el universo del
animal y el universo del hombre, pero hay también discontinuidad metafísica
irreductible. El concepto científico de la evolución será entonces apto para conducirnos
a una apreciación mejor de la historia y del progreso de la especie humana, y a
una ética más consciente de las raíces materiales y de las complejidades del
animal racional.
1.
b) Un segundo choque ha sido el
del marxismo, que insiste en las infraestructuras económicas de nuestras
ideas morales y de nuestras reglas de comportamiento moral. Doble resultado.
Resultado ruinoso para la vida humana, si imaginamos que todo lo que no es el
factor económico no es sino una infraestructura epifenomenal; vamos entonces
hacia una ética materialista de los puros intereses económicos, o de la pura
productividad.
Resultado saludable:
Si el choque en cuestión nos obliga a tomar conciencia de la interdependencia,
de la interacción de los factores económicos y de los factores morales o
espirituales, interpretada en un sentido aristotélico. La ética se hace
entonces más consciente de la situación concreta del hombre, y del encuentro de
las estructuras y condicionamientos que hacen a la causalidad material con lo
que, en el orden de la causalidad formal, constituye la moralidad. Un nuevo
campo de exploración se le presenta, independiente en sí mismo de la teoría
marxista que, empero, es la que ha puesto en marcha esta nueva problemática.
1.
c) Tercer choque: los
descubrimientos de Freud, que ponen de manifiesto la vida autónoma y el
dinamismo autónomo del inconsciente. Resultado ruinoso para la vida humana, si
el hombre es considerado como una creación del puro instinto, de la libido y
todo lo demás, sin que la razón y la libertad ejerzan control ni dirección
reales.
Resultado saludable,
si el choque en cuestión nos conduce a reconocer el inmenso universo de los
instintos y de las tendencias en cuya cima trabajan la razón y la libertad. En
tal caso la ética se vuelve más consciente de la situación concreta (no ya
social, sino psicológica) del hombre, y del encuentro del dinamismo oculto y de
los disfraces del inconsciente con la conciencia moral. De ahí una ética más
verdaderamente humana, en el sentido que conocerá mejor lo que es humano, y en
el sentido de que cuidará con más piedad del hombre y sus heridas.
El gran problema de
las relaciones entre lo consciente y el inconsciente será una de sus
principales preocupaciones. Se tratará, en este caso, de establecer una relación
normal entre la parte onírica y durmiente del hombre y la parte en vigilia.
Puede ocurrir que la parte en vigilia no ejerza ninguna regla, ningún control,
o solamente un pseudo control, sobre la parte que sueña. El hombre es entonces
juguete de las tendencias inconscientes que un proceso banal de racionalización
engañosa tratará solamente de justificar.
Puede ocurrir también,
por el contrario, que la parte en vigilia desconfíe de la parte que sueña, la
desprecie y la tema, a punto tal que quiera a cualquier precio hacerse
consciente de todo lo que ocurre en nosotros. Iluminar por fuerza todos los
recovecos y colocar a la razón consciente en el origen de todo movimiento del
alma. Temo que este segundo método logre sobre todo desarrollar neurosis o
provocar la victoria de los disfraces y de las artimañas del inconsciente.
En otras palabras, una
política despótica respecto del inconsciente no es mejor que una política
anárquica. Lo que habría que encontrar es un dominio político que ejerza una
autoridad amical, que nutra al espíritu con las espontaneidades vitales; en
resumen, que suponga una cierta confianza en la parte durmiente del hombre y
una purificación progresiva de esa parte, no ya tratando de hacer salir al
inconsciente de su sueño, sino dirigiendo una mirada absolutamente franca y
pura a todo lo que emerge de esta parte durmiente.
(Cf. Jacques Maritain.
Primera Lección del libro ‘Lecciones Fundamentales de la Filosofía Moral’.
1951).
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