Los juicios de valor en el
conocimiento especulativo
Lo que ante todo
importa señalar bien, es que tenemos auténticos juicios de valor en filosofía
especulativa. Esto puedo verse de muchas maneras.
En
primer lugar, la filosofía especulativa se ocupa
de los grados de bien o de bondad – las cosas son más o menos
buenas – y esos grados de bondad o de perfección se manifiestan más
espontáneamente a nuestro conocimiento que los grados del ser, por más que la
bondad sea la misma cosa que el ser, pero considerada en su relación con la
voluntad y el amor.
La
noción de bien significa plenitud de ser;
toda cosa implica una cierta plenitud de ser; pero, evidentemente, desde el
átomo hasta el hombre y hasta Dios hay una infinidad de grados en semejante
plenitud. Así es como hay grados de perfección en un determinado género o una
determinada categoría, hay, para usar el vocabulario de la biología
aristotélica, animales “imperfectos” y animales “perfectos”, y animales
“perfectos” más o menos perfectos.
Hay grados de
intensidad en la inteligencia humana; un hombre es más inteligente que otro. La
noción de I.Q. puesta de moda por la psicología experimental es esencialmente
una noción de valor [1]. Hay también grados de perfección en el mundo de los trascendentales; el conocimiento sensible
(la noción de conocimiento, aplicada al sentido y a la inteligencia, es una
noción análoga) es menos perfecto que el conocimiento intelectual. De la misma
manera, hay muchos grados de perfección en la vida, desde la vida orgánica
hasta la vida del conocimiento en general, y la vida del intelecto, y la vida
del amor, y la vida de contemplación. Vemos que, con ese más o menos, con esos
grados de perfección sobre los cuales insistía ya tanto Platón, tenemos no solamente
juicios de simple realidad, sino juicios de valor’ que versan sobre lo más o
menos bueno, lo más o menos perfecto.
En
segundo lugar, consideremos el caso del mal, del
mal ontológico. Es importante no confundir en manera alguna el mal con un
bien menor, un menor ser. El mal no puede ser definido en términos positivos,
en términos de ser, puesto que el bien y el ser son coextensivos, su noción es
convertible. La naturaleza del mal es precisamente la de ser una
privación. El mal es la ausencia de un determinado bien que
debiera darse ahí, que es requerido incondicionalmente por una cosa en
virtud de su naturaleza: privatio boni debiti.
Leibniz creía
equivocadamente que es un mal metafísico para la criatura no ser Dios; es un
error, porque no le es debido a la criatura ser Dios. Pero en cambio estar
enfermo, ser miserable, sufrir dolor o hambre sí son males ontológicos.
En esta noción de
privación, en tanto que ella se opone a la simple negación y que es la
ausencia de un bien debido, de un bien que debiera estar ahí, vemos ya
aparecer un débito, la idea de algo que es debido. Estamos en presencia, en
este terreno todavía puramente especulativo, de este objeto: un bien que
debiera estar ahí; de tal suerte que, cuando está, la cosa es buena, y cuando
no está, la cosa sufre un mal.
Es un débito
ontológico, no todavía un débito moral. Tal débito no implica aun noción alguna
de obligación moral. El bien en cuestión no es requerido por una ley sobre la
cual recaiga la consideración de la razón de un agente libre; el bien en
cuestión es requerido por la naturaleza misma de las cosas; renguear, por
ejemplo, proviene de una falta, de una ausencia en las conexiones musculares, o
en la proporción de los huesos, o en la energía nerviosa que son debidas con
relación a la finalidad natural del organismo (el animal está hecho para
moverse). Morir es también un mal, porque por naturaleza un organismo está
hecho para vivir. Como vemos, interviene la noción de finalidad. Así yo no
estoy hecho para ser Dios, luego no ser Dios no es un mal para mí; estoy hecho
para vivir, morir es un mal para mí, la privación de vida es un mal para mí.
No puedo decir que un
dolor de muelas es una injusticia de la naturaleza; un bien que me es debido me
falta, pero no me es debido moralmente ; me hallo ahí, simplemente frente a la
privación de un bien ontológico que debiera darse ahí en relación con el
cumplimiento de mis finalidades naturales; no a la privación de un bien que
sería moralmente debido a una persona por otras personas; nos hallamos siempre
frente a la misma constatación: hay aquí un débito ontológico que no es todavía
un débito moral.
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Los juicios de valor
en el ámbito moral
Acabamos de ver que
hay valores ya en el campo de la filosofía especulativa. Si pasamos ahora a la
filosofía práctica o moral, a la consideración del bien moral y del mal moral,
debemos decir que la noción de valor actúa en este caso como en el caso de la
filosofía especulativa, salvo que los valores en cuestión son en sí mismos
valores prácticos y tienen relación con una línea particular de bien y de mal,
la línea de los actos humanos que es característica de la ética. ¿Qué es el mal moral? Es la ausencia de un
bien que debiera estar ahí, un bien que es la consonancia o la conformidad
de la acción con su regla, es decir con la razón. El mal moral es un caso
particular del mal ontológico, es un mal en un orden dado. La privatio boni
debiti es entonces la privación de la conformidad de la acción libre con su
regla o su medida. No digo con la ley en el sentido en que la ley implica
obligación moral, porque la obligación no define el bien moral; al contrario,
lo supone: estoy obligado a hacer el bien.
Así, pues, los valores
morales son un sector particular – propio de la conducta humana – en el dominio
general de los valores necesariamente reconocido de antemano por la razón
especulativa. Si nos ponemos en esta perspectiva, vemos que el caso de los
juicios de valor éticos no es excepcional y se inserta en un conjunto ya
conocido y perfectamente normal; el conocimiento especulativo, la metafísica,
la filosofía de la naturaleza, las ciencias de la naturaleza, la medicina, la
lógica rebosan de juicios de valor que versan sobre el más o el menos de una
determinada cualidad, o sobre la ausencia de una cualidad que debiera estar
ahí.
El conocimiento ”natural” de los valores
morales es un conocimiento por inclinación
Un segundo punto
que importa considerar en esta discusión sobre los juicios de valor concierne
no ya simplemente a la noción de valor ético, sino a la manera cómo son
conocidos los valores éticos. Aquí es donde tenemos la posibilidad de
encontrar la raíz de las dificultades que dieron origen a la tesis
positivista-sociologista.
Hay oportunidad de
distinguir un conocimiento filosófico de los valores morales y un conocimiento
natural, prefilosófico, de estos mismos valores. Hay que hacer esta distinción
porque la filosofía moral presupone la experiencia moral. Hay un conocimiento moral,
el del hombre común, el de la experiencia ordinaria, que precede al
conocimiento filosófico. Las gentes no aguardaron a la filosofía para tener una
moral.
Si se trata del
conocimiento filosófico de los valores morales, hemos de decir que tiene lugar,
como todo conocimiento filosófico, por medio de conceptos y de juicios. Supone
un conocimiento racional evolucionado. Estamos ahí en presencia de la función
explicativa, justificativa, manifestativa de la verdad, que es propia de la
filosofía moral. La filosofía moral es un conocimiento reflejo, no en el mismo
sentido que la lógica, sin duda, pero siempre un conocimiento de segundo grado.
Presupone el conocimiento natural incluido en la experiencia moral común, en la
experiencia moral del hombre que no es un filósofo y cuyas percepciones y
juicios son justificados y elucidados críticamente por el filósofo moral. En la
moral kantiana, se tiene la impresión de que el filósofo ha recibido una
especie de revelación de la razón pura. Es su mensajero, anuncia la ley. ¡No!
La ley no es hecha por el filósofo, ni revelada al filósofo (ya sea por la
Naturaleza, ya por la Razón). El filósofo descubre la ley en la experiencia
moral de la humanidad; la desprende de ahí, no la hace; no es un legislador. No
anuncia la ley, sino que reflexiona sobre ella y la explica.
De manera que lo que
debe interesarnos, ante todo, y lo que plantea por lo demás un problema
filosófico difícil, es el otro conocimiento de los valores morales, el
conocimiento que llamo natural, el conocimiento prefilosófico. ¿De qué manera
un hombre, un hombre cualquiera, un hombre que jamás ha hecho ciencia ni
filosofía, que se contenta con tratar de vivir lo mejor posible, un simple
miembro de la humanidad, común, conoce los valores morales?
Me parece que es
esencial comprender que hay un campo muy vasto donde la razón funciona, donde
la inteligencia funciona de una manera que no es aún ni conceptual, ni lógica,
ni racional, una manera cuasi-biológica, como “forma” de las actividades
psíquicas y bajo un modo inconsciente o preconsciente. No solamente existe el
inconsciente freudiano de los instintos, de las imágenes, de las tendencias
animales; hay otro inconsciente, que yo llamaría más bien preconsciente, y que
es el inconsciente del espíritu en su fuente, el preconsciente de la vida de la
inteligencia misma y de la razón, cuando ésta extrae de la experiencia sensible
una concepción, una intuición nueva que no está aún formada en un concepto, que
va a formarse progresivamente en un concepto. Hay allí toda una vida, a la vez
intuitiva e inexpresada, de la inteligencia y de la razón, que precede a las
explicitaciones racionales; tiene ella una importancia particularmente
manifiesta en las cosas del arte y de la poesía, y se ejerce también en las
fuentes de la actividad filosófica y aun científica.
Dos categorías de inclinaciones
Pues bien, en el caso
de los valores morales, lo que me parece importante señalar es que nos hallamos
en presencia de un conocimiento racional implícito y preconsciente, que procede
no ya por modo de razón o de conceptos, sino por modo de inclinación. Aquí
cabría distinguir dos clases de inclinaciones, dos especie de tendencias o, en
el sentido más general, de instintos: por una parte hay inclinaciones
o instintos enraizados en la naturaleza animal del hombre, en la herencia
de cada uno, instintos que no están absolutamente predeterminados, que se fijan
progresivamente en el curso de la infancia y que pueden pervertirse, pero que
están sin embargo profundamente enraizados en la naturaleza biológica del
hombre, de la cual reciben una fijeza y una estabilidad poderosas aunque no
absolutas. Por otra parte, hay otra categoría, otra clase muy
distinta de inclinaciones que emanan de la razón, o de la naturaleza
racional del hombre. Estas inclinaciones suponen las inclinaciones
instintivas – por ejemplo el instinto animal de procreación que tiende
a la conservación de la especie – y podríamos decir más en general que suponen
las tendencias inscriptas en la estructura ontológica del ser humano,
pero suponen también que esas tendencias o inclinaciones instintivas
han sido captadas y transferidas al dinamismo de las aprehensiones del
intelecto y la esfera propia de la naturaleza humana como típicamente tal, vale
decir, como dotada de razón. Son una reconstrucción específicamente nueva,
una transmutación o recreación de esas tendencias e inclinaciones instintivas
que tiene su punto de origen en el intelecto o la razón como “forma” del
universo interior del hombre. Entonces, tendremos por ejemplo la inclinación a
la generación no solamente física sino también moral de los hijos, y a la
unidad y estabilidad de la sociedad familiar. He ahí inclinaciones propiamente
humanas, aun cuando interesen el dominio animal. La Naturaleza ha pasado por el
lado del Intelecto (que funciona inconscientemente). El elemento que fija esas
inclinaciones no es una estructura ontológica o instintiva, una “condición de
construcción”, sino más bien el objeto de una consideración (no formulada) del
entendimiento, digamos ciertas finalidades esenciales percibidas o presentidas
de una manera no-conceptual y preconsciente. Y esas inclinaciones nacidas de la
razón o enraizadas en ella (por ejemplo, la inclinación a no maltratar a quien
consideramos un ser humano), pueden encontrarse en conflicto con las
inclinaciones puramente instintivas (por ejemplo la inclinación a matar).
Son progresivamente
fijadas no solamente en el individuo sino en la humanidad en el transcurso de
su existencia histórica. Pueden pervertirse como las inclinaciones instintivas.
Son estables en sus raíces propias, es decir en la razón, y en tanto la vida de
la razón prevalece, pero no tienen ninguna estabilidad en la esfera propiamente
animal o biológica.
Las inclinaciones
enraizadas en la razón y los juicios de valor moral
Una vez que estamos en
posesión de la distinción entre estas dos clases de inclinaciones ¿cómo podemos
representarnos el proceso psicológico del conocimiento natural de los valores
morales? Recuerdo que nos hallamos en la hipótesis de una inteligencia
que ignora toda ciencia moral: inteligencia del niño todavía no formada a
la reflexión filosófica, o inteligencia de un hombre primitivo, o de un hombre
cualquiera en quien la reflexión aún no se ha despertado y que simplemente
ejercita sus potencias naturales, pero no de una manera técnica.
Pues bien, para
comprender el proceso en cuestión hay que partir de situaciones concretas, de
hechos de experiencia. El hombre de quien hablamos se encuentra frente a
ciertos hechos concretos, casos concretos que son percibidos por los sentidos,
que obran sobre la imaginación, interesan a la experiencia sensible. Se
encuentra en presencia de un jefe de tribu que es duro y severo pero que trata
a cada cual, según sus actos, sin hacer acepción de personas. Frente a un caso
como éste, hay un cierto placer de la razón. La razón queda contenta, se siente
como en su casa.
Primer punto:
que la situación en cuestión daría sin duda algo así como “dar a cada
uno lo que le es debido”. Y aun permaneciendo implícita, inmersa, no
aislada por sí misma, esta noción concreta envuelve dos cosas en acto vivido:
1) la percepción de que el hombre en cuestión, al obrar como lo hace, trata a
los demás como hombres (el filósofo dirá que el tratar a los hombres no ya como
cosas, sino como personas, es una de las finalidades esenciales de la
naturaleza humana); 2) la percepción o el sentimiento de que en consecuencia
semejante conducta está de acuerdo con algo verdadero que llevamos dentro de
nosotros (el filósofo dirá: con la razón). Nada de todo esto se expresa
conceptualmente, todo ello queda preconsciente. Y la noción de la razón de que
hablamos, implícita, inmersa, inconsciente, encarnada en las imágenes e
inseparables de la experiencia sensible, no funciona como el comienzo lógico de
un desarrollo conceptual o de un razonamiento, sino que funciona como un modelo
o patrón para las tendencias.
Segundo punto:
para el dinamismo afectivo y tendencial del hombre esta noción inconsciente e
inmersa de la razón es un punto de convergencia, un punto de fijación que pone
en movimiento inclinaciones y emociones proporcionadas. Por ejemplo,
complacencia y simpatía en el caso de que hablábamos. Esto en razón de un
principio que podríamos formular así: aquello que está acorde con la razón,
place al animal racional; aquello que está en desacuerdo con la razón le
desagrada. Pero este principio va mucho más lejos. Las tendencias e
inclinaciones animales, los instintos predeterminados por la naturaleza son
como una materia preexistente, de donde la atracción de las nociones inmersas
–puntos de irradiación, “centros de organización” – de que hablamos, va a
destacar, va a hacer emerger las inclinaciones de orden específicamente
diferente, y típicamente humano, de que hablábamos hace un momento y que resultan
de una transmutación de esas tendencias preexistentes transferidas a una esfera
superior en la que el siquismo recibe la forma y las irradiaciones de la razón.
Es como si toda la sustancia, el universo entero de las tendencias y de las
inclinaciones del animal racional se partiera, constituyendo una mitad el mundo
de los instintos animales preexistentes –instinto de matar, por ejemplo – y
otra mitad, el mundo de las inclinaciones propiamente humanas, enraizadas, como
he dicho, en la razón, que se van destacando progresivamente como esenciales a
nuestra naturaleza – por ejemplo, la inclinación a no maltratar a quien
considerarnos un ser humano –. (En el caso que hemos elegido, la inclinación
animal preexistente sería la inclinación a la vida gregaria, y la inclinación
típicamente humana que es transmutación de aquella sería la inclinación a la
vida propiamente social, y a la justicia).
He ahí pues destacadas
esas inclinaciones esenciales enraizadas así en la razón como en la naturaleza,
y en cierta manera nacidas de la razón, no ya como razón consciente, que
procede conceptualmente y obra de manera autónoma, sino como forma en cierta
manera vegetativa del dinamismo natural de las tendencias e inclinaciones
humanas, y como centro de irradiaciones inconscientes o preconscientes. Y es
según estas inclinaciones como la razón consciente, la razón que funciona como
razón, va a formular espontáneamente sus juicios de valor.
Tercer punto:
Los juicios de valor, los juicios éticos tales romo los encontramos actuantes
en la conciencia común de la humanidad, no son fundamentalmente y por regla
general juicios “por modo de conocimiento”. Son primeramente y ante todo
juicios por modo de inclinación. Nuestra ‘inteligencia no juzga entonces en
virtud de razonamientos y conexiones de conceptos, de demostraciones y de
coerciones lógicas; sino que juzga de una manera pre-conceptual, por
conformidad con las inclinaciones que están en nosotros, y sin ser capaz de
expresar las razones de su juicio; su juicio tiene un valor implícitamente
racional que no ha sido destacado, Es así como procede el conocimiento natural
de los valores éticos. Es así como el hombre común que nos ocupa llegará,
frente a los casos que hemos escogido como ejemplos, a decir: este jefe de
tribu es justo, y ser justo está bien. ¡Pero no le pidáis que diga por qué!
Sabe que es así, no sabe explicarlo. El origen de su juicio ha sido una
inclinación, una tendencia, que una noción – pero preconsciente e “inmersa” –
de la razón ha hecho nacer del dinamismo instintivo de la naturaleza. Aun si
llega a formular la noción abstracta “dar a cada cual le que le es debido”, se
encontrará en dificultades para justificarla, para explicar por qué esta
conducta es buena y requerida.
El esquema que acabo
de trazar debe ser completado de dos maneras diferentes.
Hay una primera
complicación. En la experiencia que hemos considerado y tomado como punto
de partida se encuentra, como hemos visto, una noción concreta de la razón, por
ejemplo: “dar a cada uno lo que le es debido”, la cual está inconscientemente
presente implícita, inmersa en las imágenes, pero no expresada. Habría que
añadir que otras nociones – conceptos conscientes, esta vez – acompañan al
proceso y están normalmente implicadas en él, puesto que se trata de una
experiencia humana, y no simplemente animal. Y tal o cual de estos conceptos
puede desempeñar un papel especial al subrayar o poner de relieve tal o cual
aspecto en la experiencia en cuestión. Supongamos que me hallo presa de
un acceso de cólera porque se me niega lo que se concede a mi hermano; la
noción de justicia está implícitamente presente, pero luego surge de golpe en
mi espíritu un concepto: “el hombre contra el cual estoy en cólera
es mi padre”; este concepto va a desencadenar un flujo de emociones
contrarias que van a contrariar la primer tendencia a la rebelión contra la
injusticia y que van quizá a perfeccionar mi experiencia moral, a hacer más
pura mi noción de la justicia.
La segunda
complicación viene del medio social; del papel desempeñado por
la educación, las costumbres, los tabúes, las tradiciones del grupo. No
hablo ahora del proceso de imitación, o de sumisión, o de conformidad exterior
con el juicio de la sociedad; no hablo tampoco de los efectos de la coerción
social. Lo que quisiera señalar es que independientemente de todo eso, el solo
hecho de que se nos dicen algunas cosas, de que nuestra atención es atraída
sobre ellas, el solo hecho de que nos son así mostrados algunos conceptos y
algunos valores provoca o fortifica el desarrollo natural de las tendencias e
inclinaciones enraizadas en la razón. Ocurre aquí lo mismo que con los
conceptos conscientes, espontáneamente surgidos en nuestro espíritu, de que
acabamos de hablar. Esta vez son proferidos por el medio. El medio social
funciona como un faro que proyecta la luz sobre un aspecto dado. Todo este trabajo
conceptual y racional se proyecta sobre un fondo que es el fondo de las
inclinaciones enraizadas a la vez en la naturaleza y en la razón, que dependen
de las nociones inconscientes y “sumergidas” de la razón, y de las cuales
dependen juicios por modo de inclinación, no por modo de conocimiento.
Los antiguos
subrayaban muy fuertemente las inclinaciones naturales hacia el bien moral;
hablaban mucho de ellas, quizá de una manera demasiado simple, pues esas
inclinaciones no siempre son estables y sufren excepciones, El amor maternal es
una inclinación natural, pero hay gallinas que matan a sus polluelos.
Por
último:
En
primer lugar: distinguir de una manera más precisa
de lo que habitualmente se hace las dos categorías de instintos y de
inclinaciones que acabamos de mencionar:
1.
los instintos que conciernen a la
naturaleza animal del hombre, las tendencias hereditarias, los factores
determinados por la naturaleza.
2.
las inclinaciones y las tendencias
nacidas de la razón, o mejor dicho de la naturaleza como injertada de razón,
porque el hombre es naturalmente racional y porque, así como lo observábamos
más arriba, lo que es acorde con la razón agrada naturalmente al animal
racional.
En
segundo lugar, habría que reconocer el hecho de que
tanto una como otra categoría de instintos o de inclinaciones pueden ser
pervertidas.
En
tercer lugar, el hecho de que éstas dos categorías
están a menudo en conflicto entre sí, o, por el contrario, más o menos
mezcladas o imbricadas, de suerte que las tendencias e inclinaciones naturales
nacidas de la razón pueden ser vencidas o torcidas por los otros instintos.
En
cuarto lugar, el hecho de que las tendencias o
inclinaciones naturales nacidas de la razón son relativamente frágiles y no
están inmutablemente determinadas en sí mismas. En su , ellas dependen del
estado nocional del intelecto, y dependen también de las costumbres sociales.
Ahora bien, no solamente estos factores pueden ser aberrantes, sino que su
evolución es lenta; por ello no debemos sorprendernos de que haya un esclarecimiento
progresivo del ámbito moral y una toma de conciencia progresiva, en el curso de
la historia, de los valores morales Todo esto concierne al conocimiento natural
de los valores morales, y no al conocimiento filosófico.
Cfr. Jacques Maritain. Transcripción de
la Tercera Lección del libro ‘Lecciones Fundamentales de la Filosofía Moral’ de
1951
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