EL BIEN Y EL VALOR
El bien ontológico
El concepto de bien
tiene un origen experimental como todos nuestros conceptos. Una buena fruta, un
buen clima, un buen paseo. En este estadio puramente experimental, este
concepto connota cualquier clase de placer o de gozo, de ventaja o de
perfección que podamos experimentar.
Los animales no tienen
el concepto o la idea de bien, la noción universal del bien, tienen una noción
sensible, sensorial, siempre particularizada, jamás expresada en una idea.
Nosotros mismos, si no poseyésemos intelecto, sabríamos de la misma manera –
sin ningún concepto de bien, solamente por un cierto sentimiento ligado a
cierto conjunto de imágenes – sin poseer el verbo mental o la idea de bien.
De hecho, los hombres
tienen la idea, la noción universal o inteligible de bien, pero antes se da, en
el plano experimental, una experiencia sensorial. Esta noción universal de la
inteligencia es virtualmente metafísica, mas no lo es actualmente puesto que
aún no está desprendida de sus connotaciones puramente experimentales. Para
pasar al plano metafísico, hace falta la intelección del objeto, es decir la
abstracción del hecho y conceptualizarlo relegando sus notas accidentales y
permaneciendo en la idea las notas esenciales. Esto ocurre a nivel de la
visualización metafísica, en el momento en que la identidad radical entre el
bien y el ser es percibida intelectualmente.
La relación entre el
bien y el ser.
El concepto humano
absolutamente primero, es el concepto de ser. Cuando el ser es considerado en cuanto
ser; no ya como ser particularizado (filosofía de la naturaleza) ni como ser
vago (conocimiento del sentido común) sino precisamente como ser
supra-universal y analógico, es decir cuando es significada por la palabra
“ser” o ‘lo que existe”, entonces el ser se nos descubre como el primer
concepto metafísico.
Toda cosa es ser: y
sin embargo cada cosa difiere de otra por un carácter que él mismo es también
ser, lo que nos muestra la esencial polivalencia de este concepto. El ser es
así como una realidad inteligible, ilimitada, que brota de la menor cosa y que
vale para toda cosa, pero según títulos diversos.
El ser mismo envuelve
una variedad de aspectos y cada uno de estos aspectos es tan simple, tan
infinito como el ser y es el ser mismo, pero captado por otro concepto y
designado con otro nombre; los trascendentales (las “pasiones
del ser”), es decir, objetos de pensamiento que no están encerrados en ningún
género ni en ninguna categoría, sino que impregnan todas las cosas.
Los trascendentales
comprenden el ser y sus “pasiones”, a saber: lo uno (lo
intrínsecamente uno), lo verdadero, el bien, lo bello (la
belleza es el esplendor de todos los trascendentales reunidos).
Lo uno es el ser mismo
en tanto que indiviso. He ahí un aspecto del ser que surge ante el espíritu,
manifestando su consistencia interna. Sin duda el ser puede ser dividido, pero
por eso mismo deja de ser, se renuncia. En la medida en que una cosa es, es
una.
Después de lo uno,
viene el trascendental verdadero, que es el ser mismo en cuanto se ofrece a la
intelección, al pensamiento. No se trata de la verdad lógica, sino de la verdad
ontológica.
El bien es el ser en
tanto que se ofrece al amor, al querer. Todo ser es metafísicamente bueno, es
decir, apto para ser amado, para ser objeto de un amor, en la medida misma en
que es. He ahí el bien que llamamos metafísico u ontológico y que es
coextensivo con el ser.
El concepto del bien
connota así esencialmente el amor o el deseo. El bien no puede ser
estrictamente definido por el amor o el deseo, porque no hay definición
estricta de las nociones primeras, pero puede decirse que es apetecible,
abierto a la amabilidad, la deseabilidad y este enfrentarse al deseo, es
coextensivo al ser. Una cosa buena es digna metafísicamente – no siempre moralmente
– de ser amada: ya sea en sí y por sí, porque esa cosa buena es buena en sí,
perfectiva de sí misma, o bien es digna de ser amada por otra cosa, como
perfectiva de otra cosa, porque esta cosa buena hace que otra cosa florezca en
el ser.
Así una cosa es buena
para otra, y eso en todos los planos analógicos. La verdad es buena para la
inteligencia, el alimento es bueno para el animal, gozar de la estima de sus
conciudadanos es bueno para el hombre. El ser, así considerado, enfrenta al
“amor de concupiscencia”, al deseo de tener – y podríamos decir al “amor de
afección refractada”, porque las cosas en cuestión son amadas o deseadas por
otra cosa, a saber, por mí mismo (a mí me amo de una manera directa, y no por
otra cosa).
Y, por otra parte, una
cosa es buena no ya en razón de otra, sino buena en sí misma, amable en sí
misma. Es objeto entonces del “amor de afección directa”, especialmente del
amor de amistad – que implica el deseo de que aquel que amamos exista, y tenga
lo que él ama. Tal amor de amistad es el que tenernos por nosotros mismos, y
por nuestros amigos: manifiesta la amabilidad, la bondad en sí de tales cosas.
Emana y deriva él mismo de esta amabilidad.
Tal es el
trascendental bueno; el bien ontológico y metafísico. Toda cosa es buena en la
medida en que ella es; el ser y el bien son nociones convertibles (no
sinónimas: hay una distinción entre los objetos de pensamiento; pero sí
convertibles, porque no hay distinción real entre esos objetos de noción; no
hay más que una distinción de razón fundada en la realidad.
El bien moral
La diferencia entre el
bien ontológico y el bien moral.
Toda cosa es
ontológicamente buena, mas no toda cosa es moralmente buena. El bien moral no
es un trascendental; significa cierto análogo particular del bien ontológico;
significa lo que es bueno en un cierto orden especial: el orden de la
realización del ser humano, teniendo en cuenta el uso de su libertad y la
persecución de su destino propio. Es el bien, un bien ontológico, en la línea
particular – o el orden particular – del hombre, de la naturaleza y de la
existencia humanas; en relación a aquello que el hombre, en tanto es un agente
libre, está hecho para ser.
El bien moral no es
pues un trascendental, pero sigue siendo un concepto metafísico particularizado
en el orden ético, en la línea de la realización del ser humano; es por tanto
un análogo particular de ese concepto que es el bien ontológico o metafísico.
No creo que el pasaje del bien metafísico o trascendental al bien moral se
efectúe por una simple particularización lógica; supone la irrupción de un dato
nuevo, supone la experiencia moral. Pero sigue siendo ontológico en su
naturaleza, es un bien ontológico particularizado.
La posición de Santo
Tomás es muy clara a este respecto. El bien, explica, es la plenitud del ser. Y
lo que primariamente y ante todo se requiere para tal plenitud es el estar
constituido en su especie. Para el acto moral, es importante que el ser moral o
el uso de la libertad se ordene al ser. La bondad moral del acto depende
primeramente y ante todo de la bondad del objeto. Como veis, Santo Tomás funda
la bondad moral sobre la bondad ontológica, y cuando se trata de explicar lo
que primeramente y de suyo hace buenos a los actos humanos, se refiere a la
noción metafísica del bien, al bien ontológico, pero como particularizado en la
línea moral.
La
noción de bien moral tiene dos implicaciones:
1) La primera
implicación es la de valor (en la línea moral). Se trata entonces del bien
moral en la perspectiva de la causalidad formal, el bien como cualidad
intrínsecamente buena de un acto humano;
2) La otra implicación
de la noción de bien moral es la de fin (en la línea moral). Entonces el bien
es considerado en la perspectiva de la causalidad final; se trata del bien a
que el hombre tiende, y que toma como fin en su actividad moral; del bien con
miras al cual se desencadena su actividad como agente libre.
Se trata, de dos
aspectos separados, no de dos cosas separadas. Todo valor (positivo) es
potencialmente un fin, puesto que todo valor (positivo) significa la calidad
intrínsecamente buena de un acto o de una cosa. Debemos verlo desde dos
perspectivas, al valor, como causalidad, y el fin es
la meta a la que la acción dirige.
La noción de valor
¿Qué es lo que
constituye a un hombre como bueno, hablando no ya relativamente, sino en
absoluto? No son los bienes exteriores, no son los bienes corporales, no son
siquiera los bienes intelectuales (un hombre muy inteligente y muy sabio puede
ser un mal hombre). Es la acción en cuanto que emana de la libertad, la acción
buena lo que constituye al hombre como bueno absolutamente hablando, la acción
que es la suprema actualización del ser. Aquí tenemos el bien como valor moral;
estamos en el orden de la causalidad formal.
El bien como valor
moral. La acción humana está introducida en el mundo como el resultado de una libre determinación,
como algo que no depende solamente de ese todo que es el mundo, sino también de
la iniciativa absoluta tomada por otro todo que soy yo, mi propia persona, de
tal suerte que yo soy responsable del acto en cuestión. Yo soy el autor de este
acto, soy su causa – y esto no en el sentido en que un perro es la “causa” de
su acción: la acción del perro forma parte del “patrón de comportamiento”
determinado por las componentes de su naturaleza; está ordenada a fines
predeterminados por su naturaleza y está enteramente determinada por las vías
de operación de sus mecanismos psicológicos, ya se trate de una acción “buena” si
el perro guía a un ciego, o de una acción “mala” si muerde a un niño. Bueno o
malo se dice aquí con relación a nosotros, y no con relación a la naturaleza
canina. Lleguemos hasta suponer que exista una ley ideal de la naturaleza
canina, que determina lo que un buen perro debe ser: si un perro falta a esta
ley, será un mal perro, no solamente con relación a nosotros, sino con relación
a la naturaleza canina. Pues bien, si un perro falta a esa ley canina, ello
será un resultado de su naturaleza individual, pero no de su voluntad, porque
no tiene libre albedrío. Será, para él, algo así como haber nacido cojo. El
perro no conoce esa ley, y no tiene que hacerse él mismo obediente a ella.
Solamente está insertado en el orden ontológico, y no en el orden moral.
Mientras que, con
relación al orden de la naturaleza humana, yo mismo hago buenos o malos mis
actos, formo o no mis acciones de acuerdo con una regla o una ley que yo
conozco y con la cual me conformo o no me conformo, en virtud de mi voluntad,
no en virtud de mi naturaleza; mi acción está ordenada a fines que yo mismo he
determinado; forma parte de un “patrón de comportamiento”; de tal suerte que
una acción humana no es una simple reacción a estímulos externos o internos; es
como una creación que me es propia, una expresión de mí mismo que yo creo en el
mundo y que implica o supone todo un patrón de comportamiento y todo un sistema
de fines que en definitiva dependen de mí, no del universo.
Esta percepción del
bien como valor moral supone la experiencia moral; sólo se hace perceptible si
nos volvemos, dentro de nosotros, hacia los datos irreductibles de la
experiencia moral. Este universo nuevo que he tratado de describir está
arraigado en la libertad, y en la razón. En este universo de la moralidad, los
actos humanos reciben una especificación nueva, distinta de su especificación
natural u ontológica; reciben una especificación típicamente moral, que se
refiere al uso de la libertad como que realiza o no ciertos valores, como que
está o no está de acuerdo con ciertas exigencias, y concuerda o no con ciertas
normas de acción.
Un asesinato combinado
con una inteligencia espléndida y ejecutado con una habilidad física excepcional es un buen crimen, pero no es una
buena acción. Buena acción, mala acción son nociones que se refieren al uso de
la libertad en relación con la realización propia del ser humano.
Un mismo acto,
considerado ontológicamente, puede implicar en un caso y en otras
especificaciones morales diferentes y aun opuestas; la especificación moral es
cosa muy distinta de la especificación ontológica.
Dar dinero a alguien
es un determinado acto ontológico: el dinero pasa de uno a otro. Eso puede ser
un acto de limosna y de compasión, acto moralmente bueno. O puede ser un acto
de corrupción, la compra de una conciencia. He ahí dos especificaciones morales
opuestas para un acto que, ontológicamente, físicamente, es el mismo.
La división de las
acciones en buenas y malas por naturaleza es propia del orden de la moralidad.
En el orden de la naturaleza, ningún ser está especificado por el mal o la
privación que comporta. En el orden de la moralidad, las acciones viciosas
están especificadas por el mal o la privación que envuelven. El bien y el mal
como principios de división o determinación específica no se encuentran sino en
el orden de la moralidad.
Un acto moralmente
malo retiene siempre una cierta bondad metafísica, ontológica, en tanto que es
ser. Este acto, que tiene una cierta bondad ontológica o metafísica,
coextensiva a lo que tiene de ser y de actualidad, es moralmente un acto pura y
simplemente malo.
Los valores morales
son específicamente buenos o malos porque son objeto de conocimiento práctico,
no especulativo; objeto de un conocimiento que no está especificado por lo que
las cosas son, sino por lo que debe ser hecho; un conocimiento especificado por
la regla de la razón. El hecho de estar en consonancia con esta regla de la
razón o de apartarse de ella es, para las cosas que pertenecen al orden moral,
un principio de división esencial y primordial.
Bien honesto.
El bien moral, es lo
que se llama el bien honesto. No es éste un término muy feliz, porque ha tomado
sentidos accidentales y muy alejados de la significación profunda y radical que
importa destacar. Honesto quiere decir simplemente: bueno en sí y por sí.
El bien se divide en
bien útil, deleitable (que da placer) y honesto. División analógica, por lo
demás.
El bien útil, es el
bien como medio para un fin, digo tomado precisamente como medio; de suerte que
la bondad del medio presupone la bondad del fin. Pero no se puede proceder al
infinito; es preciso que haya algo que sea bueno no ya como medio para otro
bien, sino en sí mismo, ya sea moralmente, ya ontológicamente.
El bien deleitable, es
el bien como repercusión o redundancia de un acto o de una perfección. Es la
repercusión, en las potencias afectivas del sujeto, de un bien moral u
ontológico poseído. Aquí tampoco se puede proceder hasta el infinito; es
preciso que algo sea bueno no ya como efecto o repercusión psicológica de otro
bien, sino en sí mismo.
El bien honesto es el
aspecto absolutamente primero, primordial, la primera captación del bien en el
orden moral; es la primera significación analógica del bien: lo que es sustancialmente
bueno, no bueno como medio para alcanzar un fin, no bueno como repercusión de
un bien ya poseído, sino bueno en sí o de suyo, sustancialmente; la expresión
“bien sustancial” sería más filosófica que la de “bien honesto”. Hay una
relación entre el bien honesto, en el orden moral, y la sustancia en el orden
metafísico. La sustancia, por relación al ser, es aquello que está hecho para
existir en sí o por sí, es la significación del ser en el orden de las
categorías. De la misma manera, en el orden moral, el bien honesto es aquello
que es deseable o amable por sí mismo, siendo plenitud de ser (entiendo
plenitud de ser del acto mismo de libertad, que no carece de esa primordial
perfección, de esa primera y constitutiva plenitud que es la consonancia con su
propia regla). El bien honesto es así algo muy distinto de lo que es ventajoso.
Es notable que los empiristas ingleses, que no comprenden la noción de
sustancia, no comprendan tampoco la de bien honesto. Ignoran simplemente esta
noción. Para ellos bueno significa ventajoso, es una evidencia. Fenomenismo y
utilitarismo están congénitamente ligados.
Tratemos de analizar
una situación en relación con un acto moral que suponemos bueno, en el sentido
de bien honesto, de bien sustancialmente bueno. Sea el acto de salvar a un
hombre con peligro de la propia vida. Admiro espontáneamente al hombre capaz de
obrar así, yo no soy quizá capaz de hacer otro tanto, pero lo encuentro bien, y
quisiera poder obrar de la misma manera, y me complazco en imaginarme a mí mismo
actuando así. ¿Qué es lo que me atrae y me agrada en ese acto, si no su propia
bondad intrínseca?
Dejo aquí de lado lo
que concierne al orden de ejercicio y, por consiguiente, al orden de la
causalidad final, al orden del dinamismo de los fines.
Considero y analizó
únicamente lo que se refiere al orden de especificación o de la causalidad
formal. Por eso he elegido como ejemplo mi juicio de valor sobre un acto que yo
no realizo, y que quizá soy incapaz de realizar. Lo que nos interesa aquí es el
valor del acto en cuestión y de los fines mismos a los cuales tendemos (valor
supremo cuando el fin es el fin último). Este valor, cuando es positivo (bien
honesto) como en el ejemplo elegido, significa que el acto que lo posee tiene –
en tanto que acto humano, acto que emana de la libertad – algo por lo cual ser
deseado y amado, por sí mismo, pura y simplemente. Cuando el valor es negativo,
significa que, en cuanto acto humano, el acto que lo posee tiene por sí mismo
algo que provoca la aversión. Un acto bueno es un acto amable de suyo y por sí
mismo. Quiero ser bueno porque amo el bien. Si elijo hacer lo que está bien, y
ordenar mi vida al bien honesto, es porque hay en ello una cosa buena, una cosa
pura y simplemente, o absolutamente, deseable. Mi voluntad tiende naturalmente
y necesariamente hacia lo que es bueno, en el sentido ontológico, y tiende aun
naturalmente a lo que es moralmente bueno (aunque este amor natural del bien no
sea eficaz por sí mismo). Y entonces, si quiero, elijo libremente tender de una
manera eficaz al bien moral, al bien honesto, es decir a lo que, en el orden
del obrar humano, es intrínsecamente bueno en sí mismo, merece primeramente la
calificación de bien.
El bien honesto es, a
la vez, fin y valor (aquí según el orden del ejercicio, allá según el orden de
la especificación), y, en tanto es valor, se refiere al campo de la causalidad
formal. En este orden de la especificación hay que decir, como acabamos de
hacerlo: el bien honesto es amable por el amor de sí mismo. Y, en tanto fin, el
amor del bien honesto por el amor de mí mismo, porque me hace bueno, implica el
deseo de mi verdadera felicidad como fin último, el deseo de “lograrme”
metafísicamente, deseo inseparable del amor del Bien subsistente por sí mismo,
pero subordinado a él. El deseo de mi felicidad es inseparable del amor o del
deseo del Bien subsistente, porque le está subordinado, porque el Bien
subsistente es amado por sí mismo y no por mí).
Los actos son
especificados por su objeto
Una consideración más,
referente al valor moral: la relación entre el objeto y el acto moral. El valor
del acto, la bondad y la rectitud del acto dependen del objeto; es ésta una
verdad de importancia capital que depende de la tesis general de que los actos
son especificados por los objetos, tesis absolutamente fundamental en Santo
Tomás. Un acto es esencialmente tendencia hacia. Está especificado por el
objeto hacia el cual tiende.
Hay dos especies de
actos. En todo acto moral, hay que distinguir por una parte el acto interior de
la voluntad; y por otra parte el acto externo, del cual está preñado el acto
interior.
El objeto del acto
exterior es una determinada cosa que será hecha, cierto acontecimiento que
habrá de ser introducido en la existencia ya sea en la existencia del mundo, ya
sea en mi propia existencia; es una cosa o un acontecimiento que ha de ser
producido por la voluntad humana. Semejante objeto es consonante o no con la
regla de la libertad humana, con la razón.
¿Cuál es el objeto del
acto interior? Es el fin perseguido (tal fin particular con miras al cual es
querido tal acto particular). Y Santo Tomás insiste en el hecho de que el acto
interior es formal por relación al acto exterior – siendo este último, moral
solamente en la medida en que es voluntario (y por tanto insertado en el
dinamismo de los fines). Tenemos aquí la primacía de la intención. “La especie
moral de la acción moral (su valor) recibe su carácter formal (y el más
importante) del fin a que se apunta (o de la intención); y su carácter
material, del objeto del acto exterior. Por eso Aristóteles decía que el que
roba con la intención de cometer un adulterio es, hablando estrictamente, más
un adúltero que un ladrón.
Pero no olvidemos que,
en los dos casos, ya se trató de la cosa producida por el acto exterior, o del
fin perseguido por el acto interior, uno y otro son objetos y la especificación
viene siempre del objeto, ya sea objeto del acto exterior, u objeto del acto
interior. Estamos aquí en el orden de especificación, y por tanto en el orden
del valor, y el fin de que se trata es tomado en la perspectiva del valor. Es
su valor lo que se considera.
Juicios de valor y
juicios de simple realidad
Los juicios con que
generalmente nos encontramos, en el dominio de las ciencias y de la filosofía,
son juicios de simple realidad. Por ejemplo: “yo existo”, “ese hombre tiene
treinta años”; o bien aserciones de alguna verdad universal: “el alma humana es
inmortal”. Se refieren al ser y a la existencia.
Los juicios
de valor se refieren, al trascendental
bien. Envuelven un juicio de simple realidad, pero se distinguen de él; en
tanto precisamente que son juicios de valor, son verdaderos y auténticos
juicios intelectuales; son juicios tan susceptibles de validez y de
objetividad, de verdad y de error, como los juicios de simple realidad.
Cfr. Jacques Maritain.
Transcripción de la Segunda Lección del libro ‘Lecciones Fundamentales de la
Filosofía Moral’ de 1951
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