15 sept 2018

EL BIEN Y EL VALOR


EL BIEN Y EL VALOR

El bien ontológico
El concepto de bien tiene un origen experimental como todos nuestros conceptos. Una buena fruta, un buen clima, un buen paseo. En este estadio puramente experimental, este concepto connota cualquier clase de placer o de gozo, de ventaja o de perfección que podamos experimentar.

Los animales no tienen el concepto o la idea de bien, la noción universal del bien, tienen una noción sensible, sensorial, siempre particularizada, jamás expresada en una idea. Nosotros mismos, si no poseyésemos intelecto, sabríamos de la misma manera – sin ningún concepto de bien, solamente por un cierto sentimiento ligado a cierto conjunto de imágenes – sin poseer el verbo mental o la idea de bien.
De hecho, los hombres tienen la idea, la noción universal o inteligible de bien, pero antes se da, en el plano experimental, una experiencia sensorial. Esta noción universal de la inteligencia es virtualmente metafísica, mas no lo es actualmente puesto que aún no está desprendida de sus connotaciones puramente experimentales. Para pasar al plano metafísico, hace falta la intelección del objeto, es decir la abstracción del hecho y conceptualizarlo relegando sus notas accidentales y permaneciendo en la idea las notas esenciales. Esto ocurre a nivel de la visualización metafísica, en el momento en que la identidad radical entre el bien y el ser es percibida intelectualmente.
La relación entre el bien y el ser.
El concepto humano absolutamente primero, es el concepto de ser. Cuando el ser es considerado en cuanto ser; no ya como ser particularizado (filosofía de la naturaleza) ni como ser vago (conocimiento del sentido común) sino precisamente como ser supra-universal y analógico, es decir cuando es significada por la palabra “ser” o ‘lo que existe”, entonces el ser se nos descubre como el primer concepto metafísico.
Toda cosa es ser: y sin embargo cada cosa difiere de otra por un carácter que él mismo es también ser, lo que nos muestra la esencial polivalencia de este concepto. El ser es así como una realidad inteligible, ilimitada, que brota de la menor cosa y que vale para toda cosa, pero según títulos diversos.
El ser mismo envuelve una variedad de aspectos y cada uno de estos aspectos es tan simple, tan infinito como el ser y es el ser mismo, pero captado por otro concepto y designado con otro nombre; los trascendentales (las “pasiones del ser”), es decir, objetos de pensamiento que no están encerrados en ningún género ni en ninguna categoría, sino que impregnan todas las cosas.
Los trascendentales comprenden el ser y sus “pasiones”, a saber: lo uno (lo intrínsecamente uno), lo verdadero, el bien, lo bello (la belleza es el esplendor de todos los trascendentales reunidos).
Lo uno es el ser mismo en tanto que indiviso. He ahí un aspecto del ser que surge ante el espíritu, manifestando su consistencia interna. Sin duda el ser puede ser dividido, pero por eso mismo deja de ser, se renuncia. En la medida en que una cosa es, es una.
Después de lo uno, viene el trascendental verdadero, que es el ser mismo en cuanto se ofrece a la intelección, al pensamiento. No se trata de la verdad lógica, sino de la verdad ontológica.
El bien es el ser en tanto que se ofrece al amor, al querer. Todo ser es metafísicamente bueno, es decir, apto para ser amado, para ser objeto de un amor, en la medida misma en que es. He ahí el bien que llamamos metafísico u ontológico y que es coextensivo con el ser.
El concepto del bien connota así esencialmente el amor o el deseo. El bien no puede ser estrictamente definido por el amor o el deseo, porque no hay definición estricta de las nociones primeras, pero puede decirse que es apetecible, abierto a la amabilidad, la deseabilidad y este enfrentarse al deseo, es coextensivo al ser. Una cosa buena es digna metafísicamente – no siempre moralmente – de ser amada: ya sea en sí y por sí, porque esa cosa buena es buena en sí, perfectiva de sí misma, o bien es digna de ser amada por otra cosa, como perfectiva de otra cosa, porque esta cosa buena hace que otra cosa florezca en el ser.
Así una cosa es buena para otra, y eso en todos los planos analógicos. La verdad es buena para la inteligencia, el alimento es bueno para el animal, gozar de la estima de sus conciudadanos es bueno para el hombre. El ser, así considerado, enfrenta al “amor de concupiscencia”, al deseo de tener – y podríamos decir al “amor de afección refractada”, porque las cosas en cuestión son amadas o deseadas por otra cosa, a saber, por mí mismo (a mí me amo de una manera directa, y no por otra cosa).
Y, por otra parte, una cosa es buena no ya en razón de otra, sino buena en sí misma, amable en sí misma. Es objeto entonces del “amor de afección directa”, especialmente del amor de amistad – que implica el deseo de que aquel que amamos exista, y tenga lo que él ama. Tal amor de amistad es el que tenernos por nosotros mismos, y por nuestros amigos: manifiesta la amabilidad, la bondad en sí de tales cosas. Emana y deriva él mismo de esta amabilidad.
Tal es el trascendental bueno; el bien ontológico y metafísico. Toda cosa es buena en la medida en que ella es; el ser y el bien son nociones convertibles (no sinónimas: hay una distinción entre los objetos de pensamiento; pero sí convertibles, porque no hay distinción real entre esos objetos de noción; no hay más que una distinción de razón fundada en la realidad.
El bien moral
La diferencia entre el bien ontológico y el bien moral.
Toda cosa es ontológicamente buena, mas no toda cosa es moralmente buena. El bien moral no es un trascendental; significa cierto análogo particular del bien ontológico; significa lo que es bueno en un cierto orden especial: el orden de la realización del ser humano, teniendo en cuenta el uso de su libertad y la persecución de su destino propio. Es el bien, un bien ontológico, en la línea particular – o el orden particular – del hombre, de la naturaleza y de la existencia humanas; en relación a aquello que el hombre, en tanto es un agente libre, está hecho para ser.
El bien moral no es pues un trascendental, pero sigue siendo un concepto metafísico particularizado en el orden ético, en la línea de la realización del ser humano; es por tanto un análogo particular de ese concepto que es el bien ontológico o metafísico. No creo que el pasaje del bien metafísico o trascendental al bien moral se efectúe por una simple particularización lógica; supone la irrupción de un dato nuevo, supone la experiencia moral. Pero sigue siendo ontológico en su naturaleza, es un bien ontológico particularizado.
La posición de Santo Tomás es muy clara a este respecto. El bien, explica, es la plenitud del ser. Y lo que primariamente y ante todo se requiere para tal plenitud es el estar constituido en su especie. Para el acto moral, es importante que el ser moral o el uso de la libertad se ordene al ser. La bondad moral del acto depende primeramente y ante todo de la bondad del objeto. Como veis, Santo Tomás funda la bondad moral sobre la bondad ontológica, y cuando se trata de explicar lo que primeramente y de suyo hace buenos a los actos humanos, se refiere a la noción metafísica del bien, al bien ontológico, pero como particularizado en la línea moral.
La noción de bien moral tiene dos implicaciones:
1) La primera implicación es la de valor (en la línea moral). Se trata entonces del bien moral en la perspectiva de la causalidad formal, el bien como cualidad intrínsecamente buena de un acto humano;
2) La otra implicación de la noción de bien moral es la de fin (en la línea moral). Entonces el bien es considerado en la perspectiva de la causalidad final; se trata del bien a que el hombre tiende, y que toma como fin en su actividad moral; del bien con miras al cual se desencadena su actividad como agente libre.

Se trata, de dos aspectos separados, no de dos cosas separadas. Todo valor (positivo) es potencialmente un fin, puesto que todo valor (positivo) significa la calidad intrínsecamente buena de un acto o de una cosa. Debemos verlo desde dos perspectivas, al valor, como causalidad, y el fin es la meta a la que la acción dirige.
La noción de valor
¿Qué es lo que constituye a un hombre como bueno, hablando no ya relativamente, sino en absoluto? No son los bienes exteriores, no son los bienes corporales, no son siquiera los bienes intelectuales (un hombre muy inteligente y muy sabio puede ser un mal hombre). Es la acción en cuanto que emana de la libertad, la acción buena lo que constituye al hombre como bueno absolutamente hablando, la acción que es la suprema actualización del ser. Aquí tenemos el bien como valor moral; estamos en el orden de la causalidad formal.
El bien como valor moral. La acción humana está introducida en el mundo como el resultado de una libre determinación, como algo que no depende solamente de ese todo que es el mundo, sino también de la iniciativa absoluta tomada por otro todo que soy yo, mi propia persona, de tal suerte que yo soy responsable del acto en cuestión. Yo soy el autor de este acto, soy su causa – y esto no en el sentido en que un perro es la “causa” de su acción: la acción del perro forma parte del “patrón de comportamiento” determinado por las componentes de su naturaleza; está ordenada a fines predeterminados por su naturaleza y está enteramente determinada por las vías de operación de sus mecanismos psicológicos, ya se trate de una acción “buena” si el perro guía a un ciego, o de una acción “mala” si muerde a un niño. Bueno o malo se dice aquí con relación a nosotros, y no con relación a la naturaleza canina. Lleguemos hasta suponer que exista una ley ideal de la naturaleza canina, que determina lo que un buen perro debe ser: si un perro falta a esta ley, será un mal perro, no solamente con relación a nosotros, sino con relación a la naturaleza canina. Pues bien, si un perro falta a esa ley canina, ello será un resultado de su naturaleza individual, pero no de su voluntad, porque no tiene libre albedrío. Será, para él, algo así como haber nacido cojo. El perro no conoce esa ley, y no tiene que hacerse él mismo obediente a ella. Solamente está insertado en el orden ontológico, y no en el orden moral.
Mientras que, con relación al orden de la naturaleza humana, yo mismo hago buenos o malos mis actos, formo o no mis acciones de acuerdo con una regla o una ley que yo conozco y con la cual me conformo o no me conformo, en virtud de mi voluntad, no en virtud de mi naturaleza; mi acción está ordenada a fines que yo mismo he determinado; forma parte de un “patrón de comportamiento”; de tal suerte que una acción humana no es una simple reacción a estímulos externos o internos; es como una creación que me es propia, una expresión de mí mismo que yo creo en el mundo y que implica o supone todo un patrón de comportamiento y todo un sistema de fines que en definitiva dependen de mí, no del universo.
Esta percepción del bien como valor moral supone la experiencia moral; sólo se hace perceptible si nos volvemos, dentro de nosotros, hacia los datos irreductibles de la experiencia moral. Este universo nuevo que he tratado de describir está arraigado en la libertad, y en la razón. En este universo de la moralidad, los actos humanos reciben una especificación nueva, distinta de su especificación natural u ontológica; reciben una especificación típicamente moral, que se refiere al uso de la libertad como que realiza o no ciertos valores, como que está o no está de acuerdo con ciertas exigencias, y concuerda o no con ciertas normas de acción.
Un asesinato combinado con una inteligencia espléndida y ejecutado con una habilidad física excepcional es un buen crimen, pero no es una buena acción. Buena acción, mala acción son nociones que se refieren al uso de la libertad en relación con la realización propia del ser humano.
Un mismo acto, considerado ontológicamente, puede implicar en un caso y en otras especificaciones morales diferentes y aun opuestas; la especificación moral es cosa muy distinta de la especificación ontológica.

Dar dinero a alguien es un determinado acto ontológico: el dinero pasa de uno a otro. Eso puede ser un acto de limosna y de compasión, acto moralmente bueno. O puede ser un acto de corrupción, la compra de una conciencia. He ahí dos especificaciones morales opuestas para un acto que, ontológicamente, físicamente, es el mismo.
La división de las acciones en buenas y malas por naturaleza es propia del orden de la moralidad. En el orden de la naturaleza, ningún ser está especificado por el mal o la privación que comporta. En el orden de la moralidad, las acciones viciosas están especificadas por el mal o la privación que envuelven. El bien y el mal como principios de división o determinación específica no se encuentran sino en el orden de la moralidad.
Un acto moralmente malo retiene siempre una cierta bondad metafísica, ontológica, en tanto que es ser. Este acto, que tiene una cierta bondad ontológica o metafísica, coextensiva a lo que tiene de ser y de actualidad, es moralmente un acto pura y simplemente malo.
Los valores morales son específicamente buenos o malos porque son objeto de conocimiento práctico, no especulativo; objeto de un conocimiento que no está especificado por lo que las cosas son, sino por lo que debe ser hecho; un conocimiento especificado por la regla de la razón. El hecho de estar en consonancia con esta regla de la razón o de apartarse de ella es, para las cosas que pertenecen al orden moral, un principio de división esencial y primordial.
Bien honesto.
El bien moral, es lo que se llama el bien honesto. No es éste un término muy feliz, porque ha tomado sentidos accidentales y muy alejados de la significación profunda y radical que importa destacar. Honesto quiere decir simplemente: bueno en sí y por sí.
El bien se divide en bien útil, deleitable (que da placer) y honesto. División analógica, por lo demás.
El bien útil, es el bien como medio para un fin, digo tomado precisamente como medio; de suerte que la bondad del medio presupone la bondad del fin. Pero no se puede proceder al infinito; es preciso que haya algo que sea bueno no ya como medio para otro bien, sino en sí mismo, ya sea moralmente, ya ontológicamente.
El bien deleitable, es el bien como repercusión o redundancia de un acto o de una perfección. Es la repercusión, en las potencias afectivas del sujeto, de un bien moral u ontológico poseído. Aquí tampoco se puede proceder hasta el infinito; es preciso que algo sea bueno no ya como efecto o repercusión psicológica de otro bien, sino en sí mismo.
El bien honesto es el aspecto absolutamente primero, primordial, la primera captación del bien en el orden moral; es la primera significación analógica del bien: lo que es sustancialmente bueno, no bueno como medio para alcanzar un fin, no bueno como repercusión de un bien ya poseído, sino bueno en sí o de suyo, sustancialmente; la expresión “bien sustancial” sería más filosófica que la de “bien honesto”. Hay una relación entre el bien honesto, en el orden moral, y la sustancia en el orden metafísico. La sustancia, por relación al ser, es aquello que está hecho para existir en sí o por sí, es la significación del ser en el orden de las categorías. De la misma manera, en el orden moral, el bien honesto es aquello que es deseable o amable por sí mismo, siendo plenitud de ser (entiendo plenitud de ser del acto mismo de libertad, que no carece de esa primordial perfección, de esa primera y constitutiva plenitud que es la consonancia con su propia regla). El bien honesto es así algo muy distinto de lo que es ventajoso. Es notable que los empiristas ingleses, que no comprenden la noción de sustancia, no comprendan tampoco la de bien honesto. Ignoran simplemente esta noción. Para ellos bueno significa ventajoso, es una evidencia. Fenomenismo y utilitarismo están congénitamente ligados.
Tratemos de analizar una situación en relación con un acto moral que suponemos bueno, en el sentido de bien honesto, de bien sustancialmente bueno. Sea el acto de salvar a un hombre con peligro de la propia vida. Admiro espontáneamente al hombre capaz de obrar así, yo no soy quizá capaz de hacer otro tanto, pero lo encuentro bien, y quisiera poder obrar de la misma manera, y me complazco en imaginarme a mí mismo actuando así. ¿Qué es lo que me atrae y me agrada en ese acto, si no su propia bondad intrínseca?
Dejo aquí de lado lo que concierne al orden de ejercicio y, por consiguiente, al orden de la causalidad final, al orden del dinamismo de los fines.
Considero y analizó únicamente lo que se refiere al orden de especificación o de la causalidad formal. Por eso he elegido como ejemplo mi juicio de valor sobre un acto que yo no realizo, y que quizá soy incapaz de realizar. Lo que nos interesa aquí es el valor del acto en cuestión y de los fines mismos a los cuales tendemos (valor supremo cuando el fin es el fin último). Este valor, cuando es positivo (bien honesto) como en el ejemplo elegido, significa que el acto que lo posee tiene – en tanto que acto humano, acto que emana de la libertad – algo por lo cual ser deseado y amado, por sí mismo, pura y simplemente. Cuando el valor es negativo, significa que, en cuanto acto humano, el acto que lo posee tiene por sí mismo algo que provoca la aversión. Un acto bueno es un acto amable de suyo y por sí mismo. Quiero ser bueno porque amo el bien. Si elijo hacer lo que está bien, y ordenar mi vida al bien honesto, es porque hay en ello una cosa buena, una cosa pura y simplemente, o absolutamente, deseable. Mi voluntad tiende naturalmente y necesariamente hacia lo que es bueno, en el sentido ontológico, y tiende aun naturalmente a lo que es moralmente bueno (aunque este amor natural del bien no sea eficaz por sí mismo). Y entonces, si quiero, elijo libremente tender de una manera eficaz al bien moral, al bien honesto, es decir a lo que, en el orden del obrar humano, es intrínsecamente bueno en sí mismo, merece primeramente la calificación de bien.
El bien honesto es, a la vez, fin y valor (aquí según el orden del ejercicio, allá según el orden de la especificación), y, en tanto es valor, se refiere al campo de la causalidad formal. En este orden de la especificación hay que decir, como acabamos de hacerlo: el bien honesto es amable por el amor de sí mismo. Y, en tanto fin, el amor del bien honesto por el amor de mí mismo, porque me hace bueno, implica el deseo de mi verdadera felicidad como fin último, el deseo de “lograrme” metafísicamente, deseo inseparable del amor del Bien subsistente por sí mismo, pero subordinado a él. El deseo de mi felicidad es inseparable del amor o del deseo del Bien subsistente, porque le está subordinado, porque el Bien subsistente es amado por sí mismo y no por mí).

Los actos son especificados por su objeto
Una consideración más, referente al valor moral: la relación entre el objeto y el acto moral. El valor del acto, la bondad y la rectitud del acto dependen del objeto; es ésta una verdad de importancia capital que depende de la tesis general de que los actos son especificados por los objetos, tesis absolutamente fundamental en Santo Tomás. Un acto es esencialmente tendencia hacia. Está especificado por el objeto hacia el cual tiende.
Hay dos especies de actos. En todo acto moral, hay que distinguir por una parte el acto interior de la voluntad; y por otra parte el acto externo, del cual está preñado el acto interior.
El objeto del acto exterior es una determinada cosa que será hecha, cierto acontecimiento que habrá de ser introducido en la existencia ya sea en la existencia del mundo, ya sea en mi propia existencia; es una cosa o un acontecimiento que ha de ser producido por la voluntad humana. Semejante objeto es consonante o no con la regla de la libertad humana, con la razón.
¿Cuál es el objeto del acto interior? Es el fin perseguido (tal fin particular con miras al cual es querido tal acto particular). Y Santo Tomás insiste en el hecho de que el acto interior es formal por relación al acto exterior – siendo este último, moral solamente en la medida en que es voluntario (y por tanto insertado en el dinamismo de los fines). Tenemos aquí la primacía de la intención. “La especie moral de la acción moral (su valor) recibe su carácter formal (y el más importante) del fin a que se apunta (o de la intención); y su carácter material, del objeto del acto exterior. Por eso Aristóteles decía que el que roba con la intención de cometer un adulterio es, hablando estrictamente, más un adúltero que un ladrón.
Pero no olvidemos que, en los dos casos, ya se trató de la cosa producida por el acto exterior, o del fin perseguido por el acto interior, uno y otro son objetos y la especificación viene siempre del objeto, ya sea objeto del acto exterior, u objeto del acto interior. Estamos aquí en el orden de especificación, y por tanto en el orden del valor, y el fin de que se trata es tomado en la perspectiva del valor. Es su valor lo que se considera.

Juicios de valor y juicios de simple realidad
Los juicios con que generalmente nos encontramos, en el dominio de las ciencias y de la filosofía, son juicios de simple realidad. Por ejemplo: “yo existo”, “ese hombre tiene treinta años”; o bien aserciones de alguna verdad universal: “el alma humana es inmortal”. Se refieren al ser y a la existencia.
Los juicios de valor se refieren, al trascendental bien. Envuelven un juicio de simple realidad, pero se distinguen de él; en tanto precisamente que son juicios de valor, son verdaderos y auténticos juicios intelectuales; son juicios tan susceptibles de validez y de objetividad, de verdad y de error, como los juicios de simple realidad.
Cfr. Jacques Maritain. Transcripción de la Segunda Lección del libro ‘Lecciones Fundamentales de la Filosofía Moral’ de 1951

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